Ser presidente ha de ser un embrollo gordísimo. No lo imagino siquiera. Como no lo he pretendido, ni lo pretendo, se me torna un tanto inextricable el camino de esos seres signados para semejante proeza. En mi visión, a no dudarlo idílica, imagino que capacidad, información, valentía, sagacidad, lucidez, probidad, justeza, altruismo, simpatía han de ser los atributos más visibles de quien quiera presidir. Y eso es un fardo muy pesado para los seres comunes e imperfectos que, en la mayoría, somos.
Sin embargo, la necesidad de un titular para ejercer el poder administrativo de cualquier país, en el cual los ciudadanos tengan la posibilidad de elegirlo, es imprescindible. Y, precisamente, el poder que otorga tal jerarquía puede deslumbrar y desbordar de aspiraciones a cualquiera, pero no todos debemos cometer la necedad de pretenderlo, porque también implica una carga de responsabilidad, eficiencia y transparencia en su ejercicio que requiere de cierta excepcionalidad.
La presidenciabilidad, a mi juicio, estriba en ese cúmulo de cualidades que hacen del titular elegido un verdadero servidor de la sociedad y no un déspota engreído capaz de traicionar la confianza que ha sido depositada en él. No es a tiranizar que va un presidente elegido al poder. No es a dilapidar los fondos públicos, a enriquecerse con ellos; es a promover gestiones económicas eficaces que redunden en el desarrollo económico y social de la nación. No es a eternizarse en el poder a lo que va un presidente elegido para ejercerlo por un período determinado de gobernación, es a garantizar la continuidad de la democracia con su actitud digna frente a la transferencia de poder a su sucesor. No es a abolir la alternancia y la transferenciabilidad del poder a lo que va un elegido a la presidencia. No es a eliminar o entorpecer el ejercicio de los otros poderes del Estado a lo que va. No a establecer el nepotismo o las exclusiones. Va simplemente a cumplir con un deber ciudadano para el cual ha sido elegido por el resto de la ciudadanía, a servirla. Y no creo que todos tengamos esa capacidad de entrega, y hasta de sacrificio, si se me admite el término.
Siendo así, y aquí es donde el cerdo tuerce la cola, no veo la razón para estar preocupado por si alguien es presidenciable o no. A mi modo de ver, ya lo dije, un tanto romántico, lo verdaderamente importante es la posibilidad de elegir. Cuando el ciudadano puede elegir, el Presidente, bueno, regular o malo, es presidente mientras el ciudadano lo desea y lo permite. En el caso cubano --motivo de mi reflexión-- lo trascendente no se encuentra en la cantidad de personalidades que puedan ser presidenciables, que mientras más y diferentes mejor, sino en la necesidad, urgente, de darle a la ciudadanía la posibilidad de elegir entre una gran multitud de personalidades presidenciables que se han ido acumulando a lo largo de 53 años sin esa posibilidad.
La tarea, impostergable, de todos los presidenciables junto a todos los cubanos comunes, entre los cuales me cuento, es conseguir la posibilidad de elegir en Cuba. Mientras no podamos elegir, toda presidenciabilidad no es otra cosa que onanismo político o quimera nostálgica y añorada. La presidenciabilidad se materializa únicamente en la competitividad política frente a las urnas. Entonces hay que conseguir primero las urnas porque hombres capaces, informados, valientes, sagaces, lúcidos, probos, justos, altruistas, simpáticos, sobran en Cuba y el exilio.
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